Volamos de vacaciones a Cuba en un avión de Iberia que viene repleto de cubanos que por fin pueden regresar a casa después de 10 meses de restricciones por COVID , y de cientos de maletas plastificadas que organizan un tremendo caos a nuestra llegada al aeropuerto de la Habana.
Vamos a pasar 2 días en la Habana y 1 semana navegando en Cuba por los cayos del sur, Cayo Largo, Playa Sirena, Cayo Rosario , etc.
Finalmente, tras hacernos la PCR podemos salir hacia el hotel. No vamos al que habíamos reservado porque está cerrado, nos mandan a otro. Los taxistas, muy amables, nos cuentan que aquí hay pocos casos de COVID porque son muy cuidadosos. Mientras lo comentan nos apuntan con unos botes con lejía desinfectante. Antes de entrar al taxi nos dan la primera rociada. Al llegar al hotel Jesús, el portero, nos vuelve a fumigar, esparce con el difusor de lejía por todas las mochilas, maletas y bolsos.
Estamos en la Plaza de San Francisco, en el corazón de la Vieja Habana, a un paso del Malecón, en la Cuba señorial.
A estas horas las calles están desiertas porque hay toque de queda. Nuestro hotel es un antiguo convento restaurado, lo acaban de abrir y parece muy recomendable. A unos metros se encuentra la preciosa iglesia de San Francisco iluminada, con el Santo custodiando el pórtico de la entrada. Somos los únicos huéspedes del hotel pero deberemos estar confinados en nuestra habitación hasta que lleguen los resultados de la PCR, nos han dicho que serán unas 24 horas .
El hotel tiene bar pero está cerrado y el bueno de Jesús sale para comprarnos unas cervecitas y algo de ron. Como en el salón del hotel hay un piano Jose ameniza nuestras primeras horas en la Habana con música hasta que finalmente somos reprendidos y nos mandan a la cama.
A la mañana siguiente nos dejan el desayuno en la puerta de la habitación. Seguimos confinados, ni a recepción se puede bajar.
La Habana está en silencio, no se oye más que el piar de una paloma. Silencio absoluto. Desde la ventana de mi habitación sólo veo un callejón con algunas casas destartaladas y entonces me acuerdo de tantas personas que han estado meses encerradas en sus habitaciones, padeciendo la locura de estar aislado y en soledad.
Yo por el momento me tengo que conformar con mi recorrido imaginario por la isla, con la ayuda de mis guías de viaje.
Son las 10 am del domingo, ya llevamos 36 horas encerrados en el hotel. Nos dicen en recepción que ya no tardarán los resultados. Que nervios…
Por fin a eso de las 11 nos comunican que oficialmente somos todos covid-free. Estamos libres, podemos salir a callejear la Habana.
Es mi primera vez aquí y lo primero que pienso es que esta ciudad es impactante. Un lugar de contrastes donde la pobreza se enmascara entre edificios que atestiguan un pasado esplendoroso pero que hoy son fantasmas. Carcasas de fachadas grandiosas con su interior derruido, un sinfín de balcones con la ropa tendida. Techos desmoronados, desconchones en la pintura de las paredes. Paseamos sobre las calles de adoquín y llegamos al magnífico Teatro Nacional, y desde ahí continuamos por la ciudad vieja hasta llegar al malecón, donde entre grises y azules rompen las olas en su eterna pugna contra las rocas.
Veo los inconfundibles coches cubanos, de colores chillones y algunos de ellos a duras penas se mantienen rodando, otros están flamantes ,suerte que no deben enfrentarse a nuestras dichosas ITV. Son los que veíamos en las pelis americanas de los años 50, un milagro del tiempo que aquí ha conservado todo en estado de gloriosa ruina.
Llevamos un buen rato de paseo, el calor es húmedo y es la hora del aperitivo así que paramos en una terraza a tomar una Cristal o una Bucanero, que para gustos en cerveza nunca se sabe.
continuará…
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