Estoy bien. Ha sido una experiencia extraordinaria. Hemos disfrutado de la navegación, aunque hemos tenido momentos de gran cansancio acumulado. Han sido doce días ininterrumpidos desde que dejamos el puerto de Mindelo en Caboverde. En total dieciocho días de navegación hasta Santa Lucía.3.200 millas recorridas a vela. En el momento en el que os escribo este relato estamos atravesando el canal entre Martinica y Santa Lucía, en cuyo puerto esperamos desembarcar en aproximadamente cuatro horas. Por haber caído más al sur de lo que inicialmente teníamos previsto, no creo que lleguemos a San Marteen, pues casi todos nosotros volamos de vuelta desde Guadalupe.
Ahora que estamos bien os puedo contar algún detalle adicional al trayecto Tenerife Caboverde. Tal y como ya os adelanté, fueron al puerto a despedirnos un montón de familiares y amigos de los tres tripulantes canarios. Los primos Luis y Marisol estuvieron también pero la noche anterior. Durante la despedida, nos organización una comilona en el mismo muelle, en la que hubo hasta traca de petardos y cohetes. Para darle un poco de dramatismo a la despedida, comenzó a llover a los postres, así es que ver zarpar a un velero que va a cruzar el océano, dejando atrás a sus familias bajo los paraguas en una tarde lluviosa, se convirtió en un cuadro bucólico. En sus caras se leían sentimientos de alegría y miedo a la vez. Supongo que si alguno de vosotros hubiese estado en el muelle, me hubieseis mirado a mi también de esa forma.
Nada más salir de la bocana del puerto nos enfrentamos a olas realmente grandes, quizás de cuatro metros, pero con viento favorable. Algunos barcos que nos seguían para despedirnos se dieron la vuelta allí mismo. Javier, el oficial de comunicaciones jubilado de la armada, se puso malo ya, en aquel mismo momento.
El barco había sido sometido a varias mejoras en las últimas semanas, pero como siempre sucede en este bendito país nuestro, finalmente el tiempo se echó encima y no dio tiempo material para probar todas las instalaciones y cachivaches nuevos. Esto es algo muy importante cuando se va a hacer una navegación de este tipo. Pues bien, a las cuatro horas de zarpar, uno de los nuevos artilugios nos dio un serio problema. En una maniobra en la que necesitábamos pasar el génova de babor a estribor, se nos quedó enrollado en la trinqueta. Me explico: el génova es la gran vela delantera que tiene forma triangular, y es además, la vela más útil para hacer maniobras. La trinqueta es una jarcia de acero trenzado sobre la que se pueden montar velas más pequeñas que sustituyan al génova en caso de tormenta o mucho viento. Un barco de este tipo necesita siempre una vela para poder ser gobernado, de ahí la importancia de tener montado este aparejo para velas pequeñas. Pues bien, nadie había comprobado que la distancia entre la dichosa trinqueta y el enrollador del génova era la correcta; así es que cuando comenzamos la maniobra se nos enredó de muy mala manera la vela quedando totalmente inutilizada. Además, la fuerza que hacen las drizas, escotas y demás cabos, junto con la maltrecha vela, con vientos de treinta nudos y olas de cuatro metros, es como si se hubiesen abierto las mismas puertas del infierno y nos estuviesen recibiendo a latigazos. Intentar atrapar uno de estos cabos sueltos, o reorganizar con la mano la vela agitada por el viento, es simplemente arriesgarse a perderla. Tras una hora de infructuosos intentos en reparar el desaguisado, aproando el barco para poder trabajar con menos riesgo, Angel, nuestro capitán, decidió hacer lo más sensato, que era, para sonrojo de toda la tripulación con la excepción del maltrecho Javier, volver a puerto. Todos convinimos en intentar hacer el ridículo lo menos posible, así es que nos atrincheramos en el pantalán más alejado y escondido del puerto, donde tan sólo pudieron encontrarnos los marineros que tenían que hacer la reparación. Yo aproveché para irme al cine, mientras el resto de mis compañeros hacían sus propios y secretos planes para no toparse por Santa Cruz con alguno de los parientes o amigos que con tanto énfasis nos habían despedido unas horas antes. El ridículo en caso de habernos descubierto no podría haber sido mayor. Zarpamos de nuevo muy temprano el día 23. En secreto.
De lo que aconteció hasta nuestra llegada a Mindelo, ya os informé en su momento. A pesar del estado del mar, el único que se mareó de forma alarmante fue Javier. El resto de la tripulación sufrimos un malestar general que nos impidió alimentarnos adecuadamente durante cinco días. Yo no llegué a marearme, pero sí sufría, como el resto, las consecuencias de estar mal alimentados e hidratados. Si estás cinco días encerrado en una centrifugadora de veinte metros cuadros, cada uno de tus movimientos supone un esfuerzo ímprobo, y atender cualquiera de las necesidades básicas se convierte en un reto. Además permanecíamos las veinticuatro horas de cada día atentos a las exigencias de un velero, haciendo las guardias pertinentes durante la noche. En eso mis compañeros me llevaban ventaja; ya sabéis que me cuesta conciliar el sueño, y en esas condiciones me resultó imposible. No dormí nada hasta llegar a Mindelo. A pesar de que nos obligamos a hacer una comida caliente al día, la tomábamos con desgana y acababa casi siempre en el mar. El estado de ánimo generalizado era muy bajo. Incluso Israel y Pablo, los canarios amigos de Angel, sus ayudantes habituales en algunas de sus travesías, llegaron a sugerir, al segundo día de navegación, que nos desviásemos a la isla del Hierro, lo que casi seguro hubiese supuesto un abandono del reto. Ángel, consciente del peligro de una dimisión en cadena de sus tripulantes, y asumiendo que, a parte de las penalidades que nos imponía la meteorología adversa, no estábamos corriendo ningún riesgo más allá a los inherentes a este tipo de travesías, decidió seguir el rumbo previsto. Yo también me encontraba mal, pero en ningún momento me planteé la posibilidad de abandonar voluntariamente. Me animaba mucho ver la seguridad y templanza de Ángel al tomar decisiones. En ningún momento le vi nervioso, ni dubitativo, ni enfadado ante las constantes meteduras de pata de sus tripulantes. Ángel ha sido, sin duda, el capitán de barco que todo el mundo desearía tener en una travesía de este tipo. Con otro capitán, yo también me hubiese planteado desembarcar en el Hierro, o regresar en Avión desde Caboverde.
A pesar de la acertada decisión de Ángel, enseguida nos vimos obligados a cambiar el rumbo. El viento nos ofrecía una navegación mucho más segura y cómoda hacia Caboverde que hacia el Oeste. Para entonces los ánimos en el barco estaban por los suelos, hasta el punto de que Angel, me confesó al verme entero que se temía una deserción masiva al llegar a puerto. Sin embargo, un día antes del desembarco, los ánimos se vinieron arriba pues Pablo consiguió sacar un precioso dorado de más de tres kilos. Era la primera picada y hasta la falta de pesca nos desmoralizaba. Pablo e Isra lo cocinaron con un marinado típico canario que estaba delicioso. Javier no lo probó, y a Isra le dio cagalera. A mi me sentó estupendamente. Al día siguiente, y a tan solo una jornada de alcanzar la islas, decidimos navegar con el gennaker. El viento ya había bajado a unos diez nudos. Esta circunstancia junto con el rumbo que llevábamos eran condiciones idóneas para utilizarlo. Se trata de una vela enorme que desde tierra parece un gran globo. Se monta enfundado en una especie de calcetín gigante, y una vez que este queda izado en lo más alto del mástil, se tira de unos finos cabos que lo hacen subir mientras se va hinchando la vela. Cuando se despliega, es realmente espectacular. Esta era la primera vez que lo utilizábamos, y en su montaje participamos Pablo, Isra y yo. Juanjo lo izó desde la bañera bajo la supervisión de Ángel. Después de que lo liberásemos de su funda, y una vez totalmente desplegado, observamos como los cabos se habían quedado enganchados en la funda, y a medida que la vela iba portando, ambos funda y cabo se fueron a lo más alto. El problema es que los cabos deberían haber quedado en la cubierta para después poder volver a enfundar la vela y arriarla. No había más remedio: había que subir hasta la primera cruceta y desde allí engancharlo con el bichero. Esto se hace con un arnés que se llama guíndola. Te sientas sobre su parte más rígida y tus compañeros te izan utilizando los mismos cabrestantes que se usan para las velas. Yo ya lo había hecho hace años, pero atracados en el puerto. Las condiciones aconsejaban izar al menos pesado. Todo salió bien, aunque perdimos el bichero. Un mal menor.
Las previsiones iniciales nos indujeron a navegar hacia el sudeste para desviarnos al este doscientas millas al norte del archipiélago de Caboverde, pero no tuvimos más remedio que alcanzarlo y desembarcar en Mindelo, puerto de la Isla de San Vicente. En la banda de estribor llevamos amarrados a un tablón de contrachapado marino diez depósitos de 20 litros cada uno, con gasoil. Entre lo que llevamos en el depósito y esta reserva debería ser suficiente para arrancar el generador un par de veces al día y poder recargar las baterías. Sin electricidad no podríamos utilizar la la electrónica de navegación ni el piloto automático. En la primera guardia de Jean, el día 25 a las cuatro de la madrugada, una gran ola que barrió la cubierta arrancó los bidones que fueron cayendo al mar uno a uno pero agarrados entre sí como una ristra de chorizos. Afortunadamente pudimos recuperarlos, pues el último no se soltó de verdadero milagro. Recogerlos tirando de ellos fue un esfuerzo ímprobo, pues además del peso, las olas, el viento y la noche cerrada, los necesarios arneses con los que nosotros nos sujetamos a la línea de vida no nos dejaban trabajar correctamente y se enredaban en el amasijo de cabos sueltos. La necesidad de estibar correctamente el combustible y de comprobar su estado, fueron la razón definitiva para decidir desembarcar en Caboverde. El ambiente de Mindelo es el típico de una población del África Negra. Excolonia portuguesa cuyas gentes viven volcadas a la única ocupación de sacarle la pasta a todos los navegantes que arriben a sus costas. A pesar de estar tan solo un día y dos noches, nos dio tiempo a entablar amistad con Iván, un rastafari empeñado en la misma tarea que el resto de los isleños, aunque su amabilidad nos cautivó y su ayuda nos fue de gran utilidad para movernos por el poblado y para encontrar un lugar donde comer. También nos llevó al mercado donde compramos fruta de pésima calidad y agua embotellada, a un precio mucho más alto que el de cualquier capital europea. Los tripulantes de los barcos se miraban atónitos entre sí, presenciando como uno a uno todos los blanquitos iban siendo desplumados por los mercaderes locales. Jean y Juanjo a penas bajaron del barco y en ningún momento abandonaron las instalaciones del puerto. Javier puso pies en polvorosa según desembarcamos. Luego supimos por un mensaje que ya tenía un vuelo destino Lisboa para esa misma tarde.
Con los víveres debidamente estibados y después de un merecido descanso, finalmente zarpamos rumbo Caribe en la madrugada del 29 de noviembre.Al salir del puerto Angel me miró a los ojos. En ellos pude leer su emoción al constatar que ya no había vuelta atrás.
Pero antes de continuar, creo que ha llegado el momento de presentaros a mis compañeros de viaje, empezando por el capitán:
Angel Escolar: en la foto del grupo, la fila de abajo el segundo por la izquierda (sombrero blanco). Es un tinerfeño de 51 años. Aficionado a la vela desde niño, es actualmente y desde hace muchos años propietario de una escuela nautica (ECC Yacht) que además alquila barcos, de su propia flota, y de sus clientes. Ha realizado largas e innumerables travesías entre Baleares y las Islas Canarias, pero no había cruzado el Atlántico con anterioridad. De hecho lleva muchos años preparando la travesía para sus clientes, y ahora quería hacer su sueño realidad. Cuando nosotros regresemos, él recogerá a su familia en Guadalupe, y estarán recorriendo las islas hasta mediados de enero. Luego, cuando su familia regrese a España, él continuará por aquí hasta abril. Nos transmite seguridad y ánimo a todos, siempre está de buen humor, aunque en su barco las normas las impone él, y deben ser cumplidas. Una de ellas es que a las doce se toma el aperitivo aunque caigan chuzos de punta.
Israel Alonso, 50 años, amigo íntimo de Ángel. En la fila de abajo el primero por la derecha. Es sanitario hipocondríaco, así es que nos trajo una farmacia entera. Si necesitamos pastillas o inyecciones él se encarga. Es acompañante habitual de Ángel en sus travesías, y obedece sus órdenes raudo y eficaz, aunque se pasa el día discutiendo con él. Si fuesen Leoncio el León y Tristón, Isra sería este último. Es muy buena gente y currante.
Pablo Rambou: Canario de origen belga, 45 años, auxiliar de vuelo de profesión y agricultor por afición. Es amigo de Ángel y de Isra. Es voluntarioso, le gustan las reparaciones, la pesca y la cocina. Ángel se enfada con él pues sube poco a cubierta a hacer las maniobras que se precisen con las velas. Es muy buen tío, pero con el carácter de un crío chico. Entre los tres siempre están discutiendo, pero terminan haciendo lo que les dice Ángel.
Jean: de nacionalidad suiza, 57 años y constructor de profesión. No habla español, y nos cuesta mucho convencerle de que se duche. Le hemos explicado en francés y en inglés que la protección del manto ácido de su piel no puede ser más importante que el compañerismo. Poco a poco vamos consiguiendo que se asee y que se integre en las labores. No es fácil, pues nos confesó que no había fregado un plato en su vida. Se pasa el día leyendo y escribiendo. Me parece buen tipo, aunque es un verdadero paquete. Me ha reconocido que para él está siendo una gran experiencia viajar con nosotros. Yo lo tomo por el lado bueno.
Juanjo: en la foto sale en la fila de arriba y a la izquierda de Ángel. El que se parece a Rajoy. Tiene 65 años, y es oriundo de Albacete, donde ha vivido siempre y ha ejercido como catedrático de historia en un un instituto hasta su jubilación. Se autodefine como un señor normal de derechas. Es verdad que lo es, las dos cosas. Todos nos preguntábamos qué pinta un señor normal de Albacete en esta historia, pero la verdad es que, aun siendo el mayor de todos, es una máquina. Salvo en las maniobras de proa participa en todo, es voluntarioso y extremadamente amable. Ronca como un animal, y no vale de nada chistarle pues está sordo. Es mi compañero de camarote y una de las causas de mi insomnio.
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